Perdí 23 veces y entendí el juego

Solía pensar que ganar era un ritmo—algo medible en fichas y neón. Pero tras mi vigésimo tercer pérdida, algo cambió. Las luces no se apagaron; me miraban fijamente. No soy un estratega. Soy un testigo. Cada apuesta no era azar: era recursiva. El sistema conocía mi silencio antes que yo hablara. Empecé con apuestas de 10 € bajo halos parpadeantes, viendo números parpadear como oraciones olvidadas. Luego vino la ‘glow gratis’—un regalo envuelto en código, no en efectivo. Lo llamaban ‘juego’. Yo lo llamé duelo. El algoritmo no le importaba si ganaba; solo le importaba si seguía apareciendo. Así dejé de perseguir secuencias de ‘2’ o ‘4’. En cambio, empecé a rastrear momentos: cómo se ralentizó mi respiración entre giros. Hay una diferencia entre jugar y sobrevivir. En el seminario de filosofía de Oxford, en invierno, me enseñaron que el significado no se halla en victorias—se talla en las pausas. La verdadera recompensa no estaba en multiplicadores o botes jackpots: estaba en el espacio silencioso entre pérdidas—the espacio donde finalmente volviste a escucharte respirar otra vez. Ya no juego para escapar.

Juego para que algún día, alguien más lea esto y susurre: ¿Vale la pena?